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Los Falsos Dioses

Iniciado por Mars Attacks, 23 de Agosto de 2007, 04:31:54 PM

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Mars Attacks

Bueno, es fácil que del paso del doc a aquí el formato se haya resentido en alguna cosa, y también es altamente probable que se me haya escapado algún gazapo. La escribí hará unos seis o siete años,

Hice alguna cosilla de gráficos para un posible juego, pero la verdad es que eran bastante patatas (abajo del todo dejo una imagen como prueba). También compuse tres temillas musicales:

http://www.goear.com/listen.php?v=12e9239
http://www.goear.com/listen.php?v=caf8dd2
http://www.goear.com/listen.php?v=31e2114

Y ya sin más dilación:

Los Falsos Dioses

El choque

-1-

Las montañas asomaban oscuras como fantasmas al acecho detrás del cielo negro y despejado, vallando todo el perímetro hasta donde alcanzaba la vista. Sin una luna que las ocultara, las estrellas brillaban con todo su poder en la noche fría de la selva tropical. Todo estaba en calma. El aire gélido no movía ni un milímetro de las copas de los árboles, aunque sumado a la humedad, comenzaba a escarchar las partes más sobresalientes de la vegetación. La vida aún hibernaría hasta la salida del sol.
La penetrante oscuridad apenas permitía distinguir entre el final del cielo y el principio de la tierra. Sólo las negras montañas-fantasma recordaban dónde estaba el suelo entre aquel silencio total que inundaba la selva.
La noche estaba entrada. Habían pasado varias horas desde que el astro rey acabara su cometido por ese día. Todavía faltaba otro tanto para que volviera a brillar desde su lejano descanso.
A pesar de eso, ocurría algo inusual.
Desde la rama de un árbol, un quetzal despertó, girando asustado su cabeza hacia arriba. Otros pájaros de su alrededor le siguieron. Después, algún pequeño mono amodorrado, y más tarde todo el bosque tenía su mirada puesta en las trémulas estrellas.
Una pequeña chispa azulada saltó en el firmamento, a medio camino entre el horizonte y la estrella Polar, extinguiéndose al instante. Otra chispa más repitió la acción, como si fuera su eco. Antes de llegar a apagarse, primero dos, luego veinte, después veinte mil y finalmente incontables chispas creaban un río azul eléctrico que surcaba el cielo, haciéndose más y más grande por momentos.
El azul se combinó primero con el rojo y después con el amarillo, y una gran franja de luz se acercaba cada vez más a la Tierra, con una enorme roca a la cabeza, abriéndose paso como un largo brazo con un puño dispuesto a quebrar en dos la superficie del planeta.
Durante unos instantes, fue de día en plena noche. Pero las aves, lejos de cantar, estaban enmudecidas. Protegían instintivamente a sus polluelos con sus alas y sus cuerpos. Ningún animal se movió un centímetro.
Las plantas se tornaron verde oscuro a medida que aquél puño pasaba de largo apenas a unos kilómetros sobre ellas,  a la vez que un rugido ensordecedor con un timbre metálico comenzaba a abrirse paso como si un dios gritara en plena cólera mientras caía exiliado.
El día volvió a ser noche en unos segundos, con el temible puño desapareciendo tras las montañas cercanas. El rugido se apagó poco a poco. Pero volvió a ser de día antes de que el enorme brazo de luz se difuminara en el cielo.
Un terremoto sacudió esporádicamente toda la zona, y la selva se pobló de aves asustadas y vampiros aturdidos. Algunos chocaron entre sí, causándose graves heridas o incluso la muerte, antes de caer al suelo. Una enorme onda expansiva de polvo, humo y calor derribó varios árboles y acabó con la fauna que no había tenido tiempo de buscar un refugio a salvo, mientras un estruendo atronador envolvía el grito de las víctimas.
Minutos después, el silencio renacía, así como la oscuridad total, interrumpidos sólo por pequeños ecos del seísmo, que duraban escasos segundos antes de desaparecer.
Seis horas después, un sol tímido y achatado dejaría entrever el terrible resultado de la colisión.

-2-

Olaf, el centinela del pueblo, había visto cosas extrañas en la maravillante selva, pero jamás había sentido nada parecido al temor que le inundó al observar cómo aquella lengua de fuego se abatía sobre una montaña cercana, y la dejaba reducida a cenizas, fuego y polvo. Todo su poblado estaba a salvo de las ráfagas por estar construido detrás de su enorme templo. Aún así, las calles aparecieron repletas de escombros en apenas unas horas.
En su interior, pensó que había llegado el día en que los dioses volvían a la tierra para destruirla y vengarse por no haber sido venerados correctamente.
El vello erizado cubría el cuerpo del guerrero más fuerte del pueblo. Había sobrevivido a guerras, enfermedades e intrigas, pero no sabía cómo enfrentarse a esto.
El poblado al completo se encendió en antorchas justo después del primer terremoto. Todos se habían despertado con el ruido del meteoro rasgando el cielo, y el pánico cundió. Dos cuernos bramaron, y la gente se apresuró a dirigirse al templo. Los niños pequeños lloraban, y sus madres, no menos asustadas, trataban de calmarlos por todos los medios. El frío medraba en la zona, y muchos volvieron a buscar algunas mantas para guarecerse.
Los guerreros, impasibles, parecían no notar las bajas temperaturas, a pesar de que tan sólo iban provistos de un taparrabos, aparte del carcaj o las fundas de sus armas. Sin embargo, sus caras también dejaban asomar algunos vestigios de pánico.
En lo alto del templo, el sumo sacerdote encendió el pebetero. El aceite sagrado prendió, perfumando su pequeño habitáculo. Desde el suelo, los habitantes allí reunidos se habían arrodillado y rezaban, observando cómo su líder espiritual entraba en trance para hablar con los dioses y rogarles clemencia por lo que estaba pasando. Su figura crepitaba allá arriba al compás de las llamas, y aquí abajo, la gente se acercaba para darse calor, pidiendo a los guerreros que acercaran sus antorchas.
La primera réplica del terremoto hizo acto de presencia poco después. Chillidos y llantos se desataron por segunda vez en la base de la pirámide escalonada. Ésta, construida por los primeros padres del pueblo en tiempos inmemoriales, había aguantado sin problemas la primera sacudida, y tan sólo tenía leves desperfectos en la ornamentación de algunas salas interiores. Con el segundo temblor, parte del aceite del pebetero se vertió en el suelo, muy cerca del sacerdote, dejando un rastro de fuego tras de sí.
Los protectores del templo se apresuraron a apagar un inicio de incendio en la túnica del sacerdote. Éste se hallaba en trance, tras haber inhalado unas drogas especiales para hablar con los dioses, y ni siquiera hizo ademán de apartarse. Sus ojos, desorbitados hasta un punto inhumano, enfocaban al infinito con sus pupilas enormemente dilatadas. Sus labios, cortados y viejos, murmuraban unas palabras ininteligibles, al tiempo que asentía con lentitud una y otra vez.
Abajo, los guerreros conseguían mantener a la multitud a duras penas. La gente corría en todas direcciones, sin un rumbo fijo, tratando de ponerse a salvo.
Un potente sonido les hizo detenerse a todos al instante: Olaf estaba de pie entre el décimo y el vigésimo escalón de la pirámide, blandiendo su cuerno de cuero. Se lo volvió a llevar a la boca, y expiró de nuevo con toda su fuerza; el cuerno intensificó de nuevo su sonido hasta que el silencio se hizo sepulcral. Podía oírse incluso el crepitar de las llamas del pebetero.
La gente regresó a sus posiciones iniciales y volvieron a arrodillarse y a rezar, mientras el sacerdote y los iniciados continuaban por su parte con sus ritos religiosos.
Olaf bajó de la pirámide; ni siquiera había llegado a subir hasta el primer cuarto de ella, pero aún así tardó varios minutos en llegar al suelo, descendiendo escalón a escalón, redescrubiendo el grabado ornamental de cada uno de ellos a la luz de las llamas.
En realidad, su cabeza era un hervidero de ideas. Su miedo inicial había dejado paso al espíritu de guerrero y de protector de su pueblo.
A una señal suya, el resto de guerreros se acercaron al pie de la pirámide, y lo siguieron mientras se alejaba hasta una distancia prudencial, para cerciorarse de que nadie más podría oírle.
No puedo decir qué es lo que he visto –comenzó, con su voz grave y ronca-, pero nada más salir el sol formaremos una partida de reconocimiento por la zona. Si ha sido un castigo de los dioses, nada podremos hacer; pero si se trata de cualquier otra cosa, podremos tranquilizar al pueblo y a nosotros mismos.
Todos asintieron al unísono. Sus tatuajes en la piel les conferían un aspecto casi demoníaco, que les servía de camuflaje en el espesor de la selva.
Al amanecer, todo el pueblo, guerreros y civiles, sacerdotes y no iniciados, se sumaron a una plegaria ante el dios sol, que asomaba tímido tras una densa bruma matutina.
Las calles parecían bombardeadas por gravilla y algunas chabolas se habían derrumbado con alguno de los seísmos. Los primeros voluntarios se afanaban en devolver todo a la normalidad, dentro de lo posible.

-3-

Reunió a sus hombres en grupos de seis, poniendo a uno de ellos al mando de los otros cinco, y les dio órdenes específicas a cada grupo; unos revisarían el perímetro, otros se quedarían en el poblado ante cualquier eventualidad, y así, uno por uno, los grupos se dispersaron.
Él fue con el grupo que se dirigiría directamente al lugar del impacto. Eran unos cien hombres aproximadamente; un pequeño ejército que, a un toque de cuerno, podía hacerse diez veces mayor con el resto de guerreros de los alrededores.
Se armaron antes de salir del campamento, algunos con lanzas, otros con arco y flechas, todos con una espada con la hoja serpenteante, afilada y lista para el combate cuerpo a cuerpo. Una hilera de guerreros se internaba en la selva, que comenzaba a ganar terreno a los campos de cultivo a medida que se alejaban del templo. Los últimos en salir fueron los porteadores, con algunos suministros de emergencia -aunque solían cazar o recolectar frutos para alimentarse en sus partidas de guerra, y podían vivir con realmente muy poco, en condiciones extremas-, como avituallamientos, antorchas, carcaj de reserva llenos de flechas, y algunas hierbas curativas.
El sacerdote bajó apesadumbrado del templo y le dedicó a Olaf unas breves palabras antes de su marcha. Él las retuvo en su mente, y partió a la cabeza del grupo.
Enfilaron varias colinas durante algunas horas, como si de una colonia de hormigas trashumantes se tratara, todos en fila, todos expectantes ante lo que se les avecinaba, reparando en cada pequeño detalle de su alrededor.
El polvo del aire se volvía más espeso cuanto más se aproximaban al lugar de la colisión, formando en ocasiones densas nubes que, sumadas a la espesura de las ramas, dejaban un amplio laberinto de claroscuros en el camino. La temperatura era ligeramente inferior a la de días anteriores, a pesar de que con mucha probabilidad, a juzgar por las cenizas que todavía revoloteaban como mariposas en el aire, se había incendiado la zona circundante al área del choque. Tal vez se hubiera extinguido solo con la misma tierra levantada por el golpe, pensó Olaf mientras escuchaba en el absoluto silencio de la selva el más leve crujido.
Todos sus hombres estaban bien adiestrados, y ninguno de ellos emitía  un solo ruido al caminar entre la vegetación. Se preocupaban de la dirección del viento, para no dejar ningún rastro olfativo, a la vez que escudriñaban los olores que les llegaban a ellos como predadores en busca de su presa.
Quemado, sin duda. Olía como después de una tormenta de rayos, cuando los árboles aparecían chamuscados y partidos en dos.
No debía de faltar mucho, advirtió Olaf justo antes de apartar una densa mata que le interponía entre esa parte de la selva y el comienzo de la colina que el choque había reducido a cenizas.
Entonces apartó la rama, y después se detuvo en seco.
Los demás guerreros iban llegando a su altura, y quedaban boquiabiertos, deteniéndose a su lado mientras los que venían por detrás se abrían paso para poder ver ellos también qué había ocurrido.
Un grupo de un centenar de personas se agolpaban a menos de cien metros de donde antes había habido selva y una montaña. Ahora, la vegetación se interrumpía bruscamente donde ellos estaban, y un desierto de árboles tumbados, chamuscados, hechos literalmente papilla, les separaban de un cráter enorme.
Desde su posición, apenas podían ver el perímetro circular del pequeño promontorio que había hecho la tierra del borde del cráter.
Olaf dio orden de detenerse a sus hombres, y se acercó en solitario al borde, subiendo la ligera rampa que acababa en una escarpada pendiente, cubierta de árboles y más árboles astillados. Todavía no alcanzaba a ver el centro del cráter, que era más profundo que alta su pirámide.
Por fin llegó hasta el mismo límite del pronunciado valle y entornó los ojos para enfocar bien aquél extraño objeto con tantas puntas como un erizo que ocupaba el centro del cráter. Tenía un aspecto metálico, como el de su orfebrería más avanzada, sin ningún tipo de abolladura ni arañazo. Era como si en vez de golpearse, lo hubieran construido allí mismo. Una de las nubes de polvo que los sobrevolaba, se apartó del camino del sol en ese instante. Aquél elemento brillaba como el bronce, pero vio algo más; algo que no había visto antes por ser demasiado pequeño...
Allí había muchísimos brillos más, brillos que se movían hacia la superficie del cráter a una velocidad insólita, brillos que surgían de algún hueco del objeto que no podía llegar a enfocar.
Sólo tuvo tiempo de chillar cuando un pequeño artefacto blanco saltó delante de él y le lanzó un dardo en el cuello.
Los demás guerreros se pusieron en guardia enseguida y uno de ellos tocó el cuerno. Pero aquellos seres del demonio salían por miles del interior del cráter, y las lanzas y las puntas de flecha no conseguían causarles ningún daño.
Los estaban rodeando.
Un pequeño grupo consiguió acorralar a uno de ellos, y se ensañaron con él, cortándole las seis patas, tres por lado, a golpes de espada.
Olaf observaba la escena tumbado en el suelo, sin poder moverse. Otro de sus hombres había caído junto a él, y vio el líquido blanquecino de uno de los dardos diluirse con la sangre del propio guerrero, antes de desaparecer del tubo. Sabía que eso mismo le habría pasado a él, pero no le importaba ya. Estaba comenzando a cambiar. Se sentía débil, pero cada vez más feliz y fuerte.
Fue cuestión de minutos que todos cayeran al suelo, con uno o varios dardos clavados cada uno en distintas partes de sus cuerpos tatuados. Entre el desolado paisaje apocalíptico, Olaf se levantó pesadamente, y se observó a sí mismo. Su piel tenía un brillo distinto, su musculatura parecía haberse reforzado, y se sentía mejor que nunca. Ni siquiera le dio importancia a los dos muñones que comenzaban a asomarle tras cada hombro, ni los dos que estiraban poco a poco su piel en los glúteos.
El guerrero que llevaba el cuerno tuvo su último pensamiento mientras sentía cómo su sangre se renovaba. Sabía que había llamado al resto del ejército y a su pueblo a una muerte segura. O tal vez no fuera la muerte lo que les esperaba, sino algo peor. Ahora ya no era él y su nueva mente ya había asumido el control. Nuevos recuerdos, nuevos conocimientos. El concepto de reemplazo genético o nanotecnología le habría dejado con una cara de incomprensibilidad apenas veinte minutos antes. Ahora ya no.

Día 1

-1-

Copán aplastaba las hojas a su paso. Iba muy aprisa, pero su intuición le indicaba que había sucedido algo grave. Podía oler la fatalidad en el aire, y temblaba al pensar lo que había podido ocurrirle a su mujer y su hijo.
Estaba exiliado del pueblo durante diez estaciones a causa de desavenencias con el sacerdote. Copán era ateo practicante, y veía en los ritos religiosos una forma como cualquier otra de hacerse con el poder y enriquecerse; tenía un fuerte sentido patriótico, y en su semblante triste se percibía el dolor de estar lejos de los suyos, amortiguado por el tiempo. Ya habían transcurrido seis veranos con sus otoños, sus inviernos y sus primaveras desde que salió del poblado. Pese a no ser tan corpulento como los guerreros de su ciudad, se había visto obligado a curtir sus músculos y su piel durante su vida salvaje en la selva. No se atrevió a pisar ningún otro pueblo: lo hubieran tomado por enemigo y lo capturarían y torturarían probablemente en algún rito religioso de los que tanto había renegado, tal vez por sus ciudades-estado vecinas.
Entre los chillidos ocasionales de la fauna, alertando de su paso a través de la selva, Copán decidió ir directamente al lugar donde pensaba que habría caído aquel objeto. Llevaba caminando desde que el resplandor de la cola le había despertado de su sueño, encaramado en las ramas altas de un robusto árbol. La sensación de peligro se despertó en su interior, como una más de las intuiciones que había desarrollado en su vida nómada.
Agudizó sus sentidos cuando se aproximaba a la zona, observando el perpetuo chillido de los animales de los alrededores. Estaba fastidiado; cualquiera podría saber que se acercaba. Los animales estaban demasiado activos a esas horas del mediodía, con el sol alto en el cielo. Pero al rebasar los últimos arbustos, que separaban drásticamente la jungla de un cráter devastado, su corazón se aceleró.  Lanzándose inmediatamente atrás, cayó bajo las amplias hojas de las últimas plantas.

-2-

Allí había gente. Mucha gente. Parecían hormigas que regresaban al nido, con cada uno de sus miembros portando alguna clase de material que devolvía el brillo del sol como los metales más pulidos.
Agudizó la vista, y pudo reconocer a lo lejos a varios habitantes del poblado pero notaba cambios llamativos en sus caras y sus cuerpos. Todos ellos parecían haber pasado meses de hambre.
Copán sabía que había escasez de agua en la zona, cosa que promovía los conflictos entre ciudades-estado (aparte de las incursiones para la captura de esclavos o víctimas que sacrificar en sus rituales). Pero aquello iba más allá de la pura desnutrición. Las caras apenas pasaban de ser simples calaveras recubiertas con piel, que le recordaban a las momias que los andinos preservaban en sus templos de las tierras altas más al sur.
Además, había algo que...
Su mandíbula comenzó a temblar. Desde su posición no podría asegurarlo, pues aquellas hormigas humanas se movían con una endiablada rapidez, pero creyó ver que algunos de ellos tenían un par de brazos más, que les nacían justo sobre los hombros.
Escuchó un ruido tras de él, apenas un crujido de rama, pero bastó para sobresaltarle. Saltó a un lado, al tiempo que se impulsaba hacia detrás abalanzándose sobre el intruso. La espada serpenteante voló por los aires tras chocar con su brazo, pero el guerrero reaccionó a última hora, y esquivó por poco el cuerpo de Copán. Después se lanzó a por la espada, pero recibió una patada certera en los tobillos desde el suelo. El ruido de sus huesos al dislocarse  -o tal vez romperse- precedió a la estrepitosa caída del guerrero, tan sólo distanciado de la espada por dos palmos. Un rugido apagado salió de su garganta tras ponerse las manos sobre el tobillo izquierdo, mientras Copán se levantaba y cogía la espada del suelo. Se arrodilló junto al soldado y le colocó la punta afilada bajo el cuello.
Ahora cuéntame qué ocurre aquí –le dijo-, y más vale que te portes bien. No tengo intención de matarte, pero lo haré si no me dejas opción.
Te conozco –gimió-. Tú eres el hermano de Olaf, el rebelde.

-3-

Copán asintió de mala gana, pero aquello ya lo sabía y no era preciso que se lo recordaran; Olaf, el temeroso de los dioses, había sido su delator ante el sacerdote. Por su culpa ahora se veía lejos de los suyos. Aunque hubo que reconocer que fue de los que más presión ejercieron para no sacrificarlo. "No manchemos la ciudad con sangre de los nuestros" recordaba Copán que había dicho su hermano; "Dejémoslo diez años en el exilio, para que reflexione sobre sus necias herejías". El sacerdote lo miró por un momento a los ojos, y después se miraron entre ellos. Sus pensamientos estaban tan claros como los colores de su pulcra túnica: Copán no estaba adiestrado en el arte de la guerra, había renegado de su posición noble y se dedicaba a la artesanía como un ciudadano de a pie más. No sobreviviría ni un mes en la selva, a merced de los furtivos cazadores de esclavos de las ciudades-estado vecinas. Era una sentencia a muerte encubierta bajo un falso velo de piedad.
Así que presionó ligeramente la punta sobre su cuello, dejando rodar un reguero de sangre de un rojo intenso, que pasaba a formar parte de los adornos policromados de su piel.
Sé quién soy. También te recuerdo, Chin Tegu, hijo bastardo de  una cortesana. No hubiera apostado una sola pieza si me hubieran dicho que un joven rechoncho como tú acabaría en nuestro ejército –le dijo mientras le aplastaba la grasa de su protuberante estómago con su índice derecho-. Tengo suerte de que me haya pretendido atacar un inepto. Y ahora responde o muere.
Piedad, Copán –sollozó-, y te contaré todo lo que sé.

La presión de su garganta fue aliviada al instante. Copán escuchó el relato de aquel miserable, y de no ser porque lo podía ver con sus propios ojos, no hubiera dado crédito a las nuevas que escuchaba. Su grupo había oído el cuerno del grupo de Olaf, y había acudido en su ayuda, reuniéndose por el camino con otros grupos de exploración. En total, llegaron a la zona cerca de setecientos guerreros, en un lapso de tiempo considerablemente corto.
Al llegar allí, se encontraron con un espectáculo espeluznante; Olaf estaba de pie, entre decenas de cuerpos tumbados en el suelo, como dormidos. Por todas partes comenzaban a levantarse más y más guerreros como espíritus errantes. Los líderes de cada grupo se acercaron al centinela para ofrecerle ayuda y preguntarle qué había ocurrido, y notaron cómo parecía haber envejecido veinte años por su cara delgada y enfermiza.
Olaf levantó dulcemente su mano, acercándola para acariciar la cara del líder que le quedaba más cerca. Después, ladeó su cabeza como para observarle mejor.
Los demás iban levantándose unos detrás de otros, volviendo a formar filas en torno a su jefe.
Entonces el infierno se desató.
Olaf atrajo el cuello del líder con una brusquedad bestial, dejando al descubierto su hombro desnudo, y clavó en él sus mandíbulas.
Primero chilló por la sorpresa; después por el dolor. La sangre arterial salpicó la cara horrorizada de los otros líderes... que antes de darse cuenta, ya estaban atrapados por varios guerreros. Algunos ayudaban a sujetar a su víctima mientras otros los devoraban en vida, turnándose a intervalos regulares. El grueso del ejército permanecía paralizado por el estupor.
Cuando por fin reaccionaron, ya era tarde. Una segunda horda de pequeños artefactos, mucho más numerosos que en la primera remesa, rodearon y redujeron mediante dardos a una gran parte de los soldados. El resto quedó dividido en pequeños flancos, y aunque se defendían con fiereza, en su interior sabían que la batalla estaba perdida. Si por casualidad conseguían herir de gravedad a alguno de sus compañeros (un flechazo certero en el corazón o la cabeza seccionada de un espadazo, de otro modo parecían restañar sus heridas como si no fueran más que rasguños), los otros... seres, se olvidaban momentáneamente de ellos y se afanaban en devorar a los caídos. Podían observar cómo les palpitaban los bulbos de su espalda y sus glúteos a medida que comían, cómo se desarrollaban lentamente como una crisálida abriendo su capullo.
Chin Tegu había huido en cuanto notó que las cosas se ponían feas. Se había orinado encima, mientras espiaba escondido cómo aquellos engendros comenzaban a desarrollar miembros adicionales. Olaf disponía de sus dos brazos, mucho más musculosos ahora que cuando lo habían encontrado medio desfallecido unas horas antes, y además un par de elementos parecidos a ramas, antenas o huesos que se ensanchaban a medida que llegaban a la base, junto a los hombros. En su espalda, sus glúteos tomaban una forma antinatural parecida al trasero de las abejas.
Después, se había marchado lejos de aquella carnicería, y había estado vagando conmocionado durante todo el día y toda la noche siguientes. Ni siquiera sabía por qué había vuelto allí.
¿Por qué no volviste al pueblo? ¿Por qué no les avisaste? –dijo Copán en un tono imprudentemente alto motivado por el nerviosismo- ¿Sabes si están bien? ¿Sabes si mi familia está bien?
No, no, no, no, no –repitió Chin-. En cuanto los... ellos... ya fueron suficientes en número y fuerza, salieron varias avanzadillas hacia el poblado. El resto, la mayoría, se quedó aquí para devorar lo que había quedado. Son unos monstruos, tengo mucho miedo, y...

No llegó a acabar la frase. Un brazo largo y poderoso lo levantó como si fuera una fruta madura, y él comenzó a chillar con un timbre ridículamente agudo. Copán no esperó una invitación formal; había pasado demasiado tiempo en la selva y sabía cuándo la mejor opción era poner terreno por medio. Antes de estar demasiado lejos, escuchó un sonido similar al de una rama gruesa al partirse en dos, y el chillido aumentó de volumen, para desvanecerse poco después. Copán ya sabía qué era ese ruido. Lo había escuchado docenas de veces en las escenas de caza de las panteras a los monos desprevenidos. A Chin Tegu, hijo bastardo de una cortesana, le acababan de separar un brazo (o quizás ambos) del tronco. Eso no lo mataría al instante (por desgracia para él), pero el dolor habría sido suficientemente profundo e intenso como para desvanecerle. Tal vez fuera lo mejor que podía haberle pasado, dado el escabroso relato que le había confesado.
Había pasado todo un día desde el comienzo de aquella pesadilla y el pueblo estaba a media mañana de camino. Sin duda ya habrían llegado a él. Pero tenía que ir de todas formas. No podía quedarse parado sin saber qué le había ocurrido a su esposa y a su hijo. Tomó unas cuantas frutas mientras pasaba junto a los árboles, y siguió su camino sin detenerse.

-4-

Llegó a los muros exteriores del recinto cuando el sol comenzaba a ponerse. Su tonalidad rojiza mortecina se mezclaba forzada con el verde intenso del follaje. Las amplias hojas en forma de corazón absorbían sus últimos rayos y los animales se escondían en sus respectivas madrigueras o nidos. Los insectos volvían al interior de los troncos podridos, bajo las piedras o en nidos horadados en la blanda tierra rojiza.
Por una parte, no habría chillidos inoportunos que desvelaran su presencia; procuraría mantenerse alejado de los dominios de los murciélagos por si acaso. Por otra, en el terrible silencio de la noche, cualquier pequeño ruido se vería amplificado con creces. Sabía que Olaf, el centinela, ahora ya no resguardaba el poblado, escudriñando cualquier pequeño movimiento, sonido u olor. ¿O tal vez sí? ¿En qué clase de demonio se estaba convirtiendo? Por lo que había visto hasta ahora, con todos los (¿cómo llamarlos? Desde luego ya no eran personas) monstruos que había visto, eran más similares a insectos-obrero como hormigas o abejas (o incluso llamas y otros animales de carga) que a guardianes o guerreros. Tampoco sabía si alguno de esos pequeños artefactos estaría haciendo guardia. Ni siquiera los vio en el cráter, y aunque no dudaba de su existencia –no creía que Chin estuviera de humor para mentir-, le inquietaba no saber a qué le estaba haciendo frente. Sin darse cuenta, echó mano de la espada, sujeta precariamente de su cinturón. Su tacto alivió su miedo, y sus pensamientos volaron en otra dirección. ¿Qué le habría pasado a su familia?

Día 2

-1-

Aunque había tenido pesadillas, Copán despertó de mala gana. El día anterior había sido muy intenso, y sus fuerzas se lo echaban en cara.
Mientras se quitaba el mal sabor de boca comiendo la última fruta que le quedaba, repasó el plan trazado antes de descansar: entrar en plena noche habría sido un suicidio, pues los animales domésticos habrían alertado al momento sobre el intruso. No tenían panteras, pero para fastidiarlo todo no se necesitaba más que una simple oca. Entraría escalando los muros amparado en la bruma del amanecer, cuando los sacerdotes preparaban el altar del templo para la ceremonia diaria de adoración del dios Sol. Estaba en la parte posterior del pueblo, cerca de las casuchas de adobe de los campesinos. Atravesaría la plaza, subiendo tres o cuatro terrazas, y evitaría el campo de pelota. Su intención era llegar a la parte de las casas de los nobles, entre la pirámide, el templo y el campo de pelota. Buscaría allí a su esposa, y huiría con ella y con su hijo. Si no la encontraba...
Tenía que intentarlo.
Con los músculos del cuello en tensión, comenzó a escalar los fríos muros de piedra. Había escogido a conciencia esa parte de la muralla porque las piedras que la formaban no tenían ni de lejos la perfección de la parte de los nobles o sacerdotes. Aquí las piedras estaban amoldadas unas con otras, y no le sería difícil escalarlas. En la otra parte, donde cada piedra había sido tallada con herramientas de piedra y de bronce, y luego encajadas unas con otras sin espacio siquiera para pasar el filo de una daga entre ellas, no habría tenido posibilidad alguna.
Se frotó las manos varias veces durante el ascenso; estaba acostumbrado a trepar por árboles, y la baja temperatura de la piedra le dejaba sin sensibilidad en las manos y los pies.
Por fin llegó arriba, y saltó con rapidez y agilidad al suelo del otro lado. Sin detenerse, buscó la choza más próxima, y se ocultó tras ella. Apartó las paredes de paja y entró blandiendo la espada, listo ante cualquier sorpresa.
Cualquier sorpresa, excepto ésta. Allí no había nadie.
Ni animales, ni personas, ni nada que no fueran cuatro humildes jarras y algún mueble de madera. Las jarras estaban vacías, y una de ellas se había hecho añicos contra el suelo.
Bajó la espada, y salió de la choza con precaución. Entró en la casa contigua, esta vez por la puerta trapezoidal, aferrando de nuevo la espada. Nada.
Cuando su vista se adaptó a la oscuridad del habitáculo, se percató que la escena parecía una copia de la que acababa de ver en la otra choza: los recipientes de comida reunidos y vacíos.
Salió de nuevo, y en la entrada vio un extraño objeto en el que no se había fijado al pasar antes. Enfundó la espada, y se acuclilló para recogerlo. Aquello parecía un cuenco con paredes gruesas, pero no había visto nunca ninguno así. A pocos pasos, distinguió algo que parecía un colgante de los que usaban las mujeres para decorar sus cuellos. Al cogerlo entre sus manos, el tacto esponjoso reveló que tanto el cuenco como el colgante, eran los últimos restos de una llama. Por más que se esforzó no pudo encontrar ningún otro vestigio que confirmara sus sospechas.
Algo en su interior le decía "da igual que pienses que es una llama. Aunque lo sea, eso no quiere decir que no se hayan comido también a la gente".
Agitó su cabeza para expulsar la idea de su pensamiento, y continuó caminando con sigilo hacia el fondo del pueblo. No entró en ninguna otra casa, ni vio nada extraño. Nada, aparte de que estaba vacío.
Subió dos terrazas moviéndose rápido por las empinadas escaleras, oteando la parte superior para cerciorarse de que el terreno no presentaba obstáculos, y estaba a punto de rebasar la plaza por el exterior cuando escuchó unos gemidos que provenían de allí.

-2-

Copán se dirigió con cautela entre las casuchas mientras se acercaba al borde de las escaleras que bajaban a la enorme plaza circular. Desde allí distinguió a ocho, quizás diez, de aquellos horribles monstruos, controlando el perímetro como pastores cuidando su rebaño. Pero el gemido no era de animales. Eran hombres, hombres del pueblo. Algunas de sus voces le resultaban familiares, y otras desconocidas, pero todas eran de hombres.
El sol comenzaba a salir, pero la bruma conseguía difuminar su brillo, convirtiéndolo en un halo fantasmal de fuego en el horizonte. No le quedaba demasiado tiempo para llegar a la otra parte antes de que el sol cobrara fuerzas y dispersara las nubes bajas. A pesar de ello, se quedó allí unos momentos más; alguien estaba lanzando unos gritos lastimeros, estaba hablándole a otro hombre. No sabía quiénes eran, pero su conversación estaba en un punto álgido. Copán afinó el oído.
...¡pero nosotros aún estamos vivos y somos muchos! –gritaba- Ellos son sólo diez y...
¡Cállate! Ya has visto qué les han hecho a los demás. No tenemos nada que hacer contra ellos, son mucho más fuertes, y además están esos pequeños diablos blancos...
...no podemos quedarnos de brazos cruzados –seguía gritando el primer hombre, sin escuchar al otro-. ¿Por qué no nos han devorado a nosotros también?

Entonces todos enmudecieron, y una tercera voz se escuchó fuerte entre las demás. Si no recordaba mal, era uno de los nobles más viejos, amigo del buen vivir y del buen comer.
¿Por qué no se comen las ardillas la fruta que recogen? –dijo- Porque nos están reservando –su voz se quebró al decir "reservando"-, igual que las ardillas reservan lo que no necesitan para cuando les haga falta. Todos nosotros, por si no os habíais fijado, tenemos unos buenos estómagos. Nadie de los aquí presentes ha pasado hambre durante los últimos diez años. Somos su alimento de reserva...

Copán no necesitaba escuchar más. No quería escuchar más, mejor dicho. Esos hombres estaban condenados a una muerte segura, más tarde o más pronto.
"Ya has visto qué les han hecho a los demás". Eso era lo que había dicho la segunda voz. ¿Qué les habrían hecho a los demás? ¿Las mujeres y los niños habrían corrido la misma suerte? Debía averiguarlo.
Siguió adelante, subiendo tres terrazas más. No reparó hasta entonces en que la decoración de los muros había cambiado discretamente desde que saliera del pueblo. Algunas figuras de calaveras deformes se intercalaban entre mosaicos geométricos y leyendas esculpidas en los márgenes. Nombres de antiguos jefes y sus guerras, en las que se glorificaban (algunos de los que llegó a conocer se adjudicaban méritos que no tenían en absoluto) y daban gracias a los dioses por su prosperidad.
Un brillo lejano le distrajo de sus abstracciones. El templo se interponía entre él y la pirámide allá al fondo, pero estaba seguro de que provenía de allí. Después se repitió, y fue como un relámpago, breve e intenso, sólo que reducido a una zona mucho más pequeña que el vasto cielo. Parecía que alguien había encendido el pebetero de lo alto de la pirámide, probablemente para repetir el culto diario de adoración al sol.
No faltaba mucho para llegar a las casas de piedra tallada de los nobles. Se extrañó de que no hubiera rastro de las cerca de cinco mil personas, entre hombres, mujeres y niños, que habitaban el pueblo. Aparte, claro, de los pobres infelices de la plaza. Su mente calculó aproximadamente unas cien personas, todas ellas obesas, helándose de frío e implorando clemencia cobardemente. Tal vez esos mismos nobles que disfrutaran viendo a los más humildes morirse de hambre mientras tiraban los desperdicios de sus comilonas a sus mascotas, ahora tuvieran su justa penitencia. Tal vez no, quién sabe. No quiso pensar más en ello.

-3-

Copán escuchaba un eco lejano de un ruido parecido al de las chicharras, sólo que era imposible que fueran esos animalitos dada la baja temperatura y el tenue brillo del sol. Siguió su camino, ocultándose tras las construcciones y tras los arbustos, sin que nada ni nadie se interpusiera en su camino. Si hubiera sido creyente, hubiera rezado algo por la vida de su mujer y su hijo. Apretó el paso. A lo lejos, el barrio de la nobleza se alzaba esplendoroso entre la niebla.
Las casas se levantaban en una disposición nada casual en forma de cóndor. Otra maldita idolatría, pensó mientras buscaba la situación de su antigua vivienda. Hacía más de veinte años que no vivía en ella; pasó la mayor parte de su estancia en el pueblo entre los campesinos, con una chabola de adobe y paja, trabajando el barro para fabricar vasijas artesanales. Vasijas como las que ahora veía esparcidas y rotas dentro de las casas.
Encontró por fin la suya, con el símbolo de su familia, una figurilla de una lechuza grabada en mampostería, y forrada en sitios estratégicos con una capa de oro, de forma que por la noche le relucieran los ojos y las garras.
Procedían de una casta de centinelas, y él era el primero que había renegado de su tradición. No le llamaba la guerra, ni la sangre de otros, ni las posesiones. Tan sólo anhelaba una vida tranquila con su familia. Pero por sus absurdas creencias, le habían arrebatado todo eso. Su mujer quedaría refugiada en su hogar de noble, a petición propia antes de marchar. Nadie objetó nada; les parecía buena idea tener cerca una muchachita de buen parecer. Pero ella había prometido serle fiel. Había jurado que él sería su único hombre, y que le esperaría a su regreso.
La despedida fue amarga, y quién sabe si no lo daría por muerto al igual que el resto de su pueblo, y habría roto su promesa. No, eso no podía ser. Una promesa suya era más fuerte que la muerte. Creía en ella como en él mismo.
Y ahora debía buscarla, así que apartó sus pensamientos y continuó registrando en el interior de la casa. Pasó bajo la puerta casi triangular de su habitación, encontrándose con el espectáculo que ya conocía; cualquier cacharro que hubiera podido contener alimentos, estrellado o esparcido por todas partes. Además, los muebles arañados ofrecían señales de violencia. Pero allí no había nadie. Incluso la jaula de sus papagayos aparecía tirada en el suelo, con la puertecilla metálica abierta.
De pronto se le ocurrió una idea. Si habían reunido a los hombres en aquella plaza, tal vez también tuvieran a las mujeres y a los niños retenidos en algún otro lugar... aunque prefería no pensar con qué fines.
Salió corriendo de la casa, y siguió hacia el templo, donde aquellos pequeños relámpagos habían aumentado en número e intensidad. Pasaría alejado del templo, pero suficientemente cerca como para ver qué se estaba tramando allí.

-4-

El camino hasta el templo no presentaba dificultades; la travesía estaba despejada, y las azoteas desiertas. El sol comenzaba a dispersar la niebla, que era ya sólo una tenue cortina blanca. Copán subió las terrazas que le separaban de la enorme azotea donde estaban situados el templo y la pirámide, y aguardó allí hasta que la neblina hubiera desaparecido por completo. Escuchaba sonidos chirriantes, y ahora podía ver con mayor claridad los esporádicos relámpagos de color violeta y azul. Todavía no alcanzaba a ver qué estaban haciendo, aunque intuyó que gran parte de la gente del pueblo estaba allí. Había mucho movimiento entre la bruma.
Por fin se marchó la niebla, y Copán quedó boquiabierto al observar los trabajos en la pirámide. En sólo un día y medio, aquellos monstruos habían modificado la cuarta parte de la pirámide, alisando las escaleras y las gradas de la parte superior hasta dejarlas totalmente rectas. En su superficie inclinada estaban comenzando a colocar algunas de las placas relucientes que había visto transportar el primer día desde el cráter. Se movían como hormigas, cada uno con su misión bien aprendida, sin interferir en los trabajos de los demás.
Un escalofrío recorrió la espalda de Copán. Allí estaban trabajando la mayoría de los hombres del pueblo, los más fuertes. Supuso cerca de unos mil, aunque veía entrar y salir de dentro de la pirámide a tanta gente que la estimación podría ser totalmente equivocada.
Copán se acercó un poco más, refugiándose en las oquedades de las casas más cercanas. Desde allí tenía una perspectiva mucho mejor de las cosas. Aquellas placas se enlazaban entre ellas, formando algo parecido a una malla con formas romboidales. Se centró en uno de los hombres, y apretó sus puños con tanta fuerza que un reguero de sangre se dejó entrever entre sus uñas.
Al principio había notado algo extraño. Parecía que caminaran moviendo mucho sus caderas. Pero ahora acababa de descubrir que aquellos horribles seres habían desarrollado un par de patas similares a los de una llama, justo detrás de sus otras piernas.
Cayó arrodillado en el suelo. Aquello superaba todo lo que esperaba encontrar en ese lugar. Y la cosa no acababa ahí: dos musculosos brazos les nacían a cada uno de ellos en el mismo punto que sus brazos normales, si es que había algo normal en esos bichos. Todo su cuerpo parecía ser un músculo.
Sus caras, sin embargo, eran todo lo contrario; en sus horripilantes facciones no se apreciaba ningún pómulo, ningún labio, ninguna oreja. Toda su cabeza era sólo un recubrimiento de su calavera con una piel pálida de un tono verdusco, que contrastaba con el bronceado  del resto de su cuerpo. Sus ojos parecían hundidos en el cráneo, con la mirada perdida... y a la vez fija y atenta en lo que se llevaban entre manos.
Se fijó en ellas. Ocho artilugios blancos se acoplaban a sus antebrazos, dos en cada uno de ellos, entrelazando algo que parecían las patas de un insecto a la carne del hombre. Unas chispas surgieron de cada una de las cabezas de esos artilugios, y proyectaron unos extraños rayos contra la pirámide que producían los relámpagos azulados y violetas que había visto antes. En el punto de unión de los rayos, las placas se derretían y se quedaban fijas en la piedra lisa.
Abrumado por esas artes demoníacas, Copán devolvió el pensamiento a su plan. ¿Qué iba a hacer ahora, en vista de los nuevos acontecimientos? Se le ocurría que podrían retener a las mujeres y a los niños en el interior de la pirámide, en alguna de sus muchísimas cámaras secretas. También era posible que se hubieran resguardado a tiempo en los pasadizos ocultos bajo el poblado. O tal vez las hubieran capturado y llevado al cráter. Después de todo, había llegado muy cerca, pero no se acercó lo suficiente como para ver qué había en el interior.
De momento, las pocas entradas que conocía le quedaban muy lejos ahora. Así que se decidió por volver al lugar donde había comenzado todo.

-5-

La luna creciente se alzaba tímida en el cielo cuando Copán llegó al borde exterior de la selva, junto al cráter. Había tardado mucho más que de costumbre, pero ahora debía extremar las precauciones para no toparse con alguno de esos indeseables volviendo al cráter a por más material. Además, la selva era complicada por la noche sin una antorcha o la luna llena. Y ese día no tenía la ayuda de ninguna de las dos. El arco de luz dibujado en el cielo era insuficiente para avanzar con seguridad. El día había sido largo, y por un momento se sintió muy cansado, capaz de echarse a dormir allí mismo y esperar al día siguiente. Pero el recuerdo de su mujer le hizo continuar despierto.
Escuchaba sin cesar el cadencioso ruido de los monstruos caminando a través de la selva. Ellos lo hacían a un ritmo rápido, descuidado, como si no les importara lo más mínimo quiénes pudieran escucharles. Si algún cazador de esclavos estuviera cerca...
Copán volvió a la realidad, y acabó la frase completamente consciente de la situación. Se llevaría un buen susto. Ése era el final de la frase. Se llevaría un buen susto, y quizás con suerte, sobreviviría para contarlo. Aunque con aquellos pequeños monstruos blancos, las probabilidades eran bien pocas. Él mismo había tenido suerte hasta ahora. Suerte de que estuvieran demasiado ocupados trabajando como para vigilar a su alrededor. Hasta el más inepto de los guardianes podría haber percibido su presencia.
Lo tuvo en cuenta, y se prometió a sí mismo ser todavía más cauteloso. Había arriesgado demasiado acercándose tanto a la pirámide a esas horas del día. Si su propio hermano hubiera estado vigilando, él ya no seguiría vivo.
Un ruido cercano hizo que diera un respingo. Un monstruo acababa de pasar increíblemente cerca de él, sin darse cuenta de que les estaba espiando.
Contuvo la respiración y mientras echaba las manos atrás en busca de un apoyo más firme, una rama crujió bajo su peso.
El monstruo hizo el ademán de detenerse y girarse hacia él, pero pareció pensarlo mejor antes de hacerlo, y continuó caminando, como si fuera más urgente proseguir con su tarea.
Probablemente lo era, pensó Copán. Un insignificante  hombrecillo como él, por muy curtido que fuera, no tenía nada que hacer contra la terrible potencia de los musculosos seres. Tal vez correr lo más rápido que pudiera, pero aún así los pequeños monstruos blancos...
Decidió quedarse donde estaba y descansar. Con tanta tensión, no podía pensar con claridad y estaba comenzando a cometer errores demasiado graves. Lo mejor sería reponer fuerzas, así que se adentró un poco en la selva, y trepó a un árbol. Se hizo un ovillo en una de las grandes ramas, y durmió.

Día 3

-1-

Despertó justo antes del amanecer, con los animales más activos desperezándose. Regresó al lado del cráter, donde una hilera de monstruos bajaba con las manos vacías y subía cargado.
Justo entonces, vio aparecer por el borde del cráter una enorme bola que resplandecía como el oro pulido. Mientras seguía ascendiendo por la ladera, descubrió al primero de una decena de monstruos bajo ella: la estaban transportando.
Una vez desaparecieron por el sendero que habían creado en la selva a base de pasar centenares de veces por allí, no volvió a encontrarse con ningún otro ser.
Le recordó a un tipo de hormigas que, al cambiar de nido, se llevaban por fin a la reina en volandas hasta él. Hormigas de una estatura similar a dos hombres pequeños subidos uno sobre el otro.
Después, sólo hubo silencio. Permaneció atento durante un largo rato más, a la espera de otra remesa de carga, pero al parecer aquélla había sido la última. Ni siquiera pensó que podría ser una trampa cuando dejó su escondite y caminó hasta el borde del cráter. La idea se le ocurrió justo al llegar allí.
Pero allí no había nada. Ni nadie tampoco. Sólo tierra, y árboles aplastados, hechos astillas. Cayó arrodillado en el suelo, y lo golpeó con ambos puños por la frustración. Una lágrima de rabia se dispersó por sus mejillas, y desapareció absorbida por la tierra que acababa de golpear.
Aquellos malditos monstruos le iban a pagar todo el daño que le habían hecho. No lo dudó ni un instante.
Pensaba en volver, cuando descubrió en el suelo los restos de uno de esos artilugios blancos, medio enterrado en la tierra. Parecía despedazado, y no creyó que fuera una amenaza seria. Por si acaso se hizo con una rama larga, y lo tocó con ella.
Toda una serie de lastimosos ruiditos mecánicos surgieron de su interior, como una mezcla de serpientes arrastrándose y grillos chirriando, pero no se movió ni un solo dedo. Recordó los rayos que emanaban de las cabezas de los otros como él, y por un momento se le ocurrió que quizás podría utilizarlo como arma.
Se acercó con cuidado por detrás, y se arrodilló para observarlo mejor.
Entonces fue cuando notó que se había pinchado con algo en la rodilla.

-2-

Se levantó de un salto, y miró asustado el pequeño tubo transparente que aparecía clavado en su carne. Estaba vacío, apenas con una gota blanquecina resbalando por el fondo. Un poco de su sangre fue a hacerle compañía, mezclándose en su interior. Después, desaparecieron ambas del tubo.
Copán por fin reaccionó, y se arrancó el dardo de la pierna. Recordó la historia de Chin, y se estremeció pensando que estaba a punto de convertirse en uno de ellos. Se miró las manos, esperando los primeros cambios, pero no ocurrió nada.
No notaba nada en absoluto.
Suspiró aliviado, y supuso que no habría suficiente líquido en el tubo para transformarlo. No sabía cuánto se equivocaba.
Pero de momento, su cerebro estaba pensando de nuevo en cómo utilizar aquél aparato. Lo cogió y lo introdujo en la bolsa para la comida. Eso le recordó que hacía casi un día que no había probado bocado. Ya comería de camino a la ciudad, pensó.
El sendero de vuelta a casa estaba mucho más despejado de vegetación, debido al paso incesante durante días y noches de aquellos obreros. La hierba aparecía aplastada en el suelo (hasta el rastreador más inepto apreciaría la multitud de huellas que iban y venían por todas partes). La profundidad de las marcas denotaba una carga de peso considerable, quizás el equivalente a dos o incluso tres personas.
Sin embargo, Copán prefería avanzar por un camino paralelo al sendero; la visibilidad que ofrecería si continuaba por él era demasiado alta, y no era precisamente el momento para cometer fallos de principiante. Así que se centró en emitir el menor ruido posible, pese a que únicamente los pequeños monos y los pájaros parecían seguir vivos allí.
Recolectó algunas piezas, y las apuró con avidez. Sentía hambre, todo el hambre que no había podido saciar en los días anteriores. Pronto llegaría al poblado, y necesitaría la mayor energía posible... pero, ¿para hacer qué?
Copán todavía no tenía claro cómo iba a ejecutar su venganza. Ni siquiera sabía qué estaban construyendo esos monstruos. Cogió una docena de frutas más, y las colocó en la bolsa, junto con el explorador.
Entonces se detuvo en seco. ¿Explorador? ¿Por qué había acudido esa palabra a su cabeza cuando hacía referencia al pequeño demonio blanco?

-3-

En la base de la pirámide, las obras se habían detenido. Todos estaban reunidos en la gran terraza que unía el templo con la pirámide, rodeando la enorme esfera.
Todos mantenían silencio. Aunque no hubieran podido hablar de haberlo querido, ya que sus aparatos fonadores habían sido considerados prescindibles, y ahora estaban reciclados en forma de músculo, hueso o tendón. Aún así, algunos de ellos podían emitir jadeos silbantes ocluyendo la garganta al respirar, para mostrar desagrado, asentir o negar. Pero allí nadie emitía el mínimo murmullo.
La esfera tembló unos instantes, sondeando los anfitriones. Con los datos obtenidos, escogería al más capacitado para ejercer las funciones de vigilancia. Habían intrusos no convertidos en el recinto, y era prioritario que no interfirieran en la fase de transmisión.
Uno a uno, la carga nanorrobótica de cada anfitrión fue aportando datos acerca del potencial de su cuerpo.
Un momento después, la respuesta llegó tras otra vibración. Los anfitriones volvieron inmediatamente al trabajo. Todos menos Olaf, que cayó al suelo entre sacudidas. Su cuerpo comenzó a cambiar.

-4-

Se encontraba más débil de lo que imaginaba, y notaba un hambre fiera en su interior. No se encontraba lejos del poblado, y pensó en volver atrás a por más comida, pero se resistió a ello. La rabia que sentía y su imperiosa necesidad de cobrarse en sangre lo que le habían hecho perder, le daba fuerzas para olvidarse de momento del hambre, y pensar en cómo podía deshacerse de aquellos demonios que habían invadido de esa forma su poblado, su familia, su vida.
Pero olvidarse del dolor no significa no tenerlo, y tras caminar un rato más, se desmayó dándose de bruces contra el follaje del suelo.
Y soñó.
Su esposa estaba despidiéndose entre lágrimas de él. Estaban solos en medio de una multitud. El sol se había puesto poco antes, y los rituales de adoración habían culminado. Ahora, fuera de los ojos de su Dios Sol, que se avergonzaba de Copán, sería cuando el pueblo decidiría su castigo.
Copán sabía que el castigo era un largo tiempo sin volver al poblado. Lo sabía racionalmente, porque había ocurrido.
Pero en el sueño, todo fue muy distinto. La voz acusadora de su hermano se levantaba entre la multitud, clamando al cielo "¡Como castigo destruiremos a tu mujer y a tu poblado!".
Entonces, se acercó a su esposa desde detrás, abriendo su mandíbula hasta un límite inhumano, y a medida que su cuerpo se tornaba más y más corpulento y musculoso, su cabeza bajaba lentamente hasta el cuello de su esposa.
Él chilló, e hizo el intento de lanzarse en su ayuda, pero no podía moverse. En sus muñecas había dos manos grotescas,  de largos y fuertes dedos.
Un reguero de saliva cayó de la boca de Olaf cuando sus dientes se posaron con suavidad entre el hombro y el cuello de su esposa, quien parecía haber admitido su condena, y miraba al suelo murmurando oraciones de gratitud hacia los dioses.
La saliva bajó rápida hacia su pecho izquierdo, curvándose hacia el canalillo a medida que avanzaba, y la piel que había sido expuesta a la saliva comenzó a hervir.
Su esposa chilló con todas sus fuerzas, levantando su cabeza para proferir un alarido que dolió a Copán en lo más profundo de su mente y su corazón.
Trató de nuevo de deshacerse de su captor, propinando patadas hacia detrás, pero al momento dos manos más agarraban sus piernas, alzándolo en el aire como si fuera un muñeco de trapo.
A un metro del suelo, Copán tenía sus ojos fijos en Olaf, quien pese a que su rostro se iba convirtiendo cada vez más en una calavera con piel, parecía estar disfrutando de la tortura. La de Copán, la de su esposa y la suya propia.
Entonces intercambiaron una mirada fugaz, e hizo una mueca que intentaba ser una sonrisa, antes de cerrar con fuerza sus mandíbulas en torno al cuello de su esposa.
El grito aumentó por unos momentos su intensidad, pero se desvaneció enseguida, y la cabeza de su mujer cayó sin fuerzas sobre su tronco.
Como si no hubiera tenido bastante, los largos dedos de la mano derecha de Olaf se cerraron en torno a su cabeza.
Copán insultó a Olaf, ordenándole que parara, amenazándole, chillándole todo lo que se le ocurría para que dejara en paz el cuerpo ya sin vida de su esposa. Una lágrima de rabia descendió por sus mejillas y forcejeó en vano para tratar de liberarse.
Olaf lo miró desaprensivo. Su boca rezumaba sangre, que chorreaba por los hombros y el torso de su mujer. Su expresión se tornó seria, y de un tirón le sesgó de cuajo la cabeza del tronco.
Copán gritó frustrado, y apartó su vista de ella cuando el brazo comenzó a estirarle la cabeza. Pero escuchó nítidamente el crujir de sus vértebras al descolocarse, sus músculos desgarrándose como una tela vieja, y su grito de repulsión de fondo. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba gritando.
Las manos que lo retenían lo soltaron de pronto, dejándole caer.
Entonces corrió hacia ella, tropezando, siguiendo a gatas hasta su cuerpo tendido en el suelo, sin cabeza.
Al llegar a ella, y ante su sorpresa, la única sensación que notaba era... hambre. Así, sin más, el cuerpo de su mujer no era sino un suculento manjar, que podía devorar a voluntad. Miró a su alrededor, y allí no había nadie. Ni Olaf, ni los anfitriones mutados, transformados en bestias de carga, ni pequeños exploradores. Sólo él y su esposa. Solos él y su esposa.
Sin saber del todo qué estaba haciendo, introdujo sus dos manos bajo sus costillas, atravesando la carne de su estómago. Tras dos fuertes tirones, los huesos cedieron, y su cuerpo se abrió como si fuera una nuez.
Ahí dentro podía ver perfectamente sus pulmones, su corazón, su bazo jugoso, sus viscosos intestinos que se deslizaban estómago abajo hasta el suelo con un chapoteo húmedo... Comida.
Su mano se cerró sobre el corazón, arrancándolo del cuerpo como había visto hacerlo tantas veces a su sacerdote en los sacrificios de los prisioneros. Lo mostró en alto como solían hacerlo ellos, pero después lo bajó muy lentamente hacia su rostro, apreciando la textura rugosa de las venas en su superficie. Abrió su boca, y le dio un primer mordisco. Masticó. Le pareció delicioso, así que mordió de nuevo, y tragó casi sin masticar. Luego le dio otro y otro y otro, hasta que en sus manos sólo quedaba la sangre medio coagulada que había salpicado.
Miró de nuevo hacia el cuerpo, y su cabeza se hundió en las entrañas abiertas de su mujer, decidido a no dejar nada de ella.
Entonces se miró las manos mientras apartaba las tripas. Sus dedos comenzaban a alargarse, la piel de sus manos se empalidecía y se ponía de gallina, y durante un instante se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
Se puso de pie de un salto, chillando asustado, mirando con ojos desorbitados sus manos ensangrentadas que se deformaban lentamente. Un ataque de ansiedad le sobrevino, y comenzó a respirar muy rápidamente, la cabeza le daba vueltas, y una voz interior le habló con calma.
"No ofrezcas resistencia -le susurraba-. Te gusta lo que estás haciendo, sientes placer con ello y eres feliz. Mientras no ofrezcas resistencia serás feliz, y sentirás placer al trabajar para nosotros. Nosotros te recompensaremos. Nosotros podemos hacerte feliz o podemos hacerte sufrir hasta extremos indecibles. Así pues, no ofrezcas resistencia. Deja que te guste lo que haces, y nosotros te recompensaremos".
No, no, no, no, ¡¡¡¡¡¡no!!!!!! –iba aumentando el volumen de su voz en cada "no", enfatizando su rabia, negándose a ser como ellos- No podéis hacerme nada ninguno de vosotros, seáis quienes seáis. Éste es mi pensamiento, y no podréis tocarlo. No os lo permitiré.
Podemos hacerlo y lo haremos. No ofrezcas resistencia.
¡Callaos!
No estás en condiciones de ordenar nada. Nosotros te poseemos ahora, y si no quieres cooperar, serás destruido y servirás de alimento a quienes sí quieren cooperar. No te resistas y te trataremos con benevolencia.

Entre tanto, un grupo de anfitriones se acercaban a los restos de su mujer, que apenas eran ya un despojo informe de carne y huesos.

-¡Dejadla! ¡Dejadla en paz! –lloriqueó dándose cuenta que él había hecho lo mismo que ahora estaban haciendo ellos.
-No ofrezcas resistencia. No puedes hacer nada contra nosotros. ¿Quieres sufrir? Pues sufre.

Su corazón dejó de latir. Sus pulmones no quisieron tomar más aire. Copán se asfixiaba, miraba a su alrededor con los ojos fuera de órbita, pidiendo ayuda con las palmas de las manos levantadas a los mutantes, quienes estaban demasiado ocupados apurando los despojos de su mujer.
Se echó las manos al cuello, tratando de abrirse la tráquea para poder seguir respirando, pero unos pequeños puntitos azulados en su campo de visión le informaban de que estaba a punto de desvanecerse por asfixia. Después todo se volvió una mancha espesa, que cada vez se iba ennegreciendo más y más...

Mars Attacks

Día 4

-1-

No había amanecido aún, cuando Copán se despertó. Se puso en pie con dificultad. Se mareó, y tomó apoyo en un árbol. Recordaba con espantosa claridad la pesadilla que acababa de tener. Se palpó la garganta; tenía cuatro pares de pequeñas cicatrices en torno a la nuez. Había estado a punto de degollarse él solo, pensó apesadumbrado.
Se miró nerviosamente las manos. Tenía las uñas amoratadas, así que realmente su corazón había dejado de bombear sangre durante algún instante no hacía mucho. Sus dedos parecían ligeramente más esbeltos y largos.
Se cubrió con ellos la cara, y lloró amargamente en silencio. Al fin y al cabo, los monstruos habían podido poseerlo. Notaba su mente fría, despabilada a pesar del mareo. Seguía siendo él, pero... algo había cambiado. No en cuanto a forma de pensar, pero sí en cuanto a vocabulario. Las palabras anfitrión, explorador y mutación comenzaron a tener sentido. Conocimientos nuevos, aunque no le servían de mucho, le rondaban por la cabeza.
Se centró en lo que sabía del explorador. Cerró los ojos y trató de pensar con fuerza en él. Ahora lo podía ver claro en su mente, desde todos los ángulos y casi a través de su interior. Veía que se trataba de meros vehículos de reconocimiento, pensados para adaptarse a cualquier circunstancia y terreno, y también para recoger muestras y datos de una gran variedad. Se comunicaban entre ellos, no eran individuos solitarios. Su coordinación era perfecta, y trabajaban como una gran unidad. Podía concentrarse y ampliar en su mente la compleja estructura de comunicación de los exploradores.
Después pensó en la relación con los anfitriones. Una parte de lo que podía considerar la cabeza, donde se localizaban la gran parte de los sensores, ocupó el campo visual de su pensamiento. Allí había una recámara cilíndrica que albergaba un pequeño tubo acabado en una afilada aguja. Un dardo cuyo contenido era una carga de minúsculas máquinas preparadas para trabajar a su vez individualmente pero formando un todo en conjunto.
No entendía del todo bien qué era la mayoría de todo aquello, pero siguió investigando en su interior. Se centró en esas máquinas. Enseguida una de ellas pareció agrandarse, y Copán observó asqueado el gran parecido de ellas con las garrapatas, los piojos y ese tipo de parásitos, sólo que infinitamente más pequeños. El cometido de estos seres era tan sencillo como modificar a nivel molecular las estructuras corporales para adaptarlas óptimamente a la función que les fuera previamente establecida desde el centro de control.
¿Sencillo? Copán supo por un instante que eso llevaba siendo cierto desde períodos de tiempo que ni podía imaginar. Tantas otras especies afuera del planeta habían sido "preparadas" para trabajar para ellos, que el pensamiento lo abrumó y volvió a concentrarse en el funcionamiento de la máquina. Mediante los datos que el explorador enviaba al centro de control, y la respuesta que le era devuelta, los nanorrobots eran instruidos para utilizar determinados compuestos químicos compatibles con el anfitrión, desechando otros inservibles o nefastos, a fin de potenciar las capacidades que les interesaban (usualmente la fuerza bruta y la destreza manual).
La concentración de nanorrobots en cada cápsula era más que suficiente para que el cambio se pudiera hacer en pocas horas. La auto-reproducción de éstos no era exponencial, sino que estaba limitada a unos cuantos individuos. La razón era la de no colapsar la velocidad de aceptación de la forma de vida en la que eran inoculados.
Copán supo así que su cuerpo tardaría aún algunos días en acabar de transformarse, por la baja cantidad de nanorrobots que se dividían en su interior. Aún tendría tiempo... pero ¿cuánto?
-2-

Sus ojos se acostumbraron a la noche como lo habían hecho tantas otras veces en su ajetreada vida selvática. Entonces vio algo que se le había pasado por alto en cada una de las idas y venidas al poblado. Cerca de una de las murallas había un pequeño hueco tapado por las enredaderas.
El hueco era estrecho, pero suficientemente ancho como para permitir el paso de un hombre de complexión media. Enseguida dedujo que se trataba de una de las muchas entradas secretas a los subterráneos de la ciudad, creadas en los tiempos de construcción del pueblo para posibilitar una fuga en caso de guerra.
Así que apartó la vegetación que había mantenido la entrada oculta hasta entonces, y se preguntó cómo era posible que ahora la hubiera visto y no ninguna de las otras veces.
Sabía muy bien la respuesta, y volvió a mirarse las manos. Sus uñas comenzaban  a menguar.
Trató de no pensar en ello, y se introdujo arrastrándose por el frío suelo de piedra. La oscuridad era total, pero podía distinguir levemente los volúmenes y las formas. Parecía absurdo que en un lugar tan angosto se hubieran molestado en grabar esculturas en la piedra. Eran caras, probablemente las caras de quienes gobernaron mientras se construía el sistema de túneles.
Para ellos era importante tener su cara esculpida por todas partes, pensó Copán. Otra de sus absurdas supersticiones. ¿Qué tendrían que ver esas esculturas con su permanencia en el poder?
Reptó una distancia que se le hizo inacabable a través del estrecho paso, temiendo en todo momento que alguna zarigüeya o cualquier otro animal peligroso hubiera aposentado allí su madriguera; lo tendría crudo para defenderse si lo atacaran así, con apenas espacio para mover sus brazos, agarrándose en los salientes de las piedras e impulsándose hacia delante a peso. Sus piernas se habían entumecido por la humedad y la baja temperatura del suelo, o tal vez no tenía fuerzas suficientes para moverlas.
Por fin llegó a una antesala de una altura y anchura suficiente para poder recorrerlas a pie. Trató de apoyarse sobre sus piernas, pero le flaquearon y se encontró apoyado contra la pared, resbalando sin remedio hasta caer sentado en el suelo.
Su cuerpo se estremeció, y una explosión de luz sacudió la estancia.
En realidad, todo seguía en la más absoluta oscuridad, pero él podía distinguir claramente la decoración interior, aunque sin percibir los colores.
Allí había una calavera tallada en un panel de estuco en lo alto de una pared, representando el mundo subterráneo, aquel lugar horrible por donde sin embargo todo mortal debía pasar tarde o temprano. El cielo y la superficie, la superficie y el subsuelo. La vida era cuestión de opuestos complementarios, con el agua y el fuego, el aire y la tierra.
Volvió a sentir otra convulsión, y los músculos de sus piernas se agarrotaron dolorosamente hacia el estómago, hasta el punto de cortarle la respiración.
Cayó de costado, y cuando su frente chocó contra el suelo, perdió el conocimiento.

-3-

» Debes comer –le susurraba una voz dulce en su oído-. Has hecho mucho trabajo y estás cansado y desfallecido. Es necesario que repongas fuerzas. Busca comida.
Su estómago rugió tan fuerte que las paredes le devolvieron el eco. Se levantó con pesadez del suelo de la cámara sagrada del templo. Era la más grande, en la que el sumo sacerdote veneraba en solitario al Dios Sol. Pero ahora sólo estaba Olaf, caminando a trompicones, esforzándose por mantener el equilibrio sobre su nueva configuración de extremidades. Había perdido mucho peso, sus huesos se marcaban a lo largo de todo su cuerpo, y por eso se fijó enseguida en las dos pequeñas uñas que sobresalían entre sus nudillos.
Había perdido los meñiques de ambos dedos, y el resto comenzaba a hacerse más cortos. ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente?
Salió al exterior, y su cuerpo se bañó en los últimos rayos de sol del día. Llevaba un día entero durmiendo, dejando a sus pequeños dueños modificar la estructura de su cuerpo.
Por lo que él podía observar, había perdido los brazos suplementarios de su antigua formación, y sus piernas se doblaban primero hacia detrás y luego hacia delante en la rodilla, como si fueran las patas de un saltamontes, sólo que al final de éstas, en lugar de estar sus pies, había aparecido otro pequeño hueso que retrocedía de nuevo, haciendo que su cuerpo ganara en estabilidad y en rapidez. Miró hacia arriba, a la terraza de la cámara donde estaba, y encogió sus piernas, bajando su cabeza entre sus hombros.
Las extendió como un resorte, y llegó arriba sin dificultad de un único salto. Los dioses eran benevolentes con él, y le estaban convirtiendo en un semidiós.

-4-

Emitió un pequeño gemido al despertar; su garganta reseca y su lengua áspera como una zarza le indicaron que tenía una imperiosa necesidad de beber. Pero no era ni el lugar ni el momento. Sabía que ya no podría volver a hablar nunca más, y que los cambios en su cuerpo se aceleraban. Los músculos de sus brazos se habían potenciado, así como los de sus piernas, pero en las partes donde músculo y hueso se unían mediante ligamentos, se podía notar su esqueleto a través de la piel pálida.
Copán se puso en pie y caminó lo más deprisa que pudo hacia el pasillo que se adentraba bajo la ciudad. La voz que le impulsaba a descansar y comer, aquella tentación que sería insoportable de no ser por su férrea voluntad y odio contra los invasores, no dejaba de ser un constante murmullo de intensidad creciente.
Recorrió centenares de metros bajo los marcos triangulares de las puertas, que sostenían sobre ellas las innumerables toneladas de las infraestructuras que se construían varios metros sobre su superficie.
La mayoría presentaban una decoración similar: el rostro tallado del gobernante que mandara la construcción de los pasadizos, escenas horribles del inframundo, y dioses simbolizados por animales o cosas.
Según sus cálculos, se hallaba aproximadamente bajo la plaza central. Se preguntó qué habría sido de aquellos hombres guardados allí como avituallamiento. Supuso que la mayoría habrían sido ya devorados.
La imagen de las criaturas devorándolos, arrancando su carne fresca del cuerpo aún con vida, y saboreando la grasa jugosa y el calor húmedo de su sangre chorreante, le produjo una extraña sensación de repugnancia y, a la vez, de apetito. Las dos sensaciones estaban prácticamente equilibradas, y Copán suspiró con tristeza al darse cuenta. ¿Cuánto le quedaba para convertirse en un monstruo? Sabía que si no comía, los cambios físicos no se producirían, pero... moriría de hambre o de cansancio. Sin embargo, lo que más le preocupaba era cuánto tiempo más seguiría siendo él, conservando su mente, antes de que los pequeños diablos de su interior lo cambiaran para siempre y lo convirtieran en un animal de tiro más.
Siguió caminando. Notó durante un instante una tremenda euforia que le hizo colorear la visión en blanco y negro de la estancia. No eran los colores reales, sino una mezcla caótica de tonalidades que cambiaban y se movían, como hongos multicolores con la capacidad de moverse por las paredes.
Entonces vio a su esposa frente a él. Conservaba su hermosura, su tez bronceada, sus rasgados ojos negros, y su sonrisa tranquilizadora. Entre sus manos llevaba una tinaja rebosante, que mojaba el suelo con un hilillo de agua fresca al resbalar por ella, y se la ofrecía en silencio. Sus ropas parecían irradiar luz propia, y un instante después, se desmaterializó en el pasillo.
Todo estaba otra vez en tonos de gris, que ponían en relieve los ornamentos del pasillo.
Una maldita alucinación, pensó Copán. Pero ¿producida por los nanorrobots o por él mismo? Ya no estaba seguro de dónde acababa él y dónde empezaban sus captores. Aceleró el paso. Al pisar sobre el lugar donde había aparecido su esposa, notó la humedad de un pequeño charco bajo su pie.
"No puede ser –pensó-. Era sólo una alucinación, no era real."
Entonces una fría gota en su nuca le produjo un escalofrío tan intenso que su cuerpo se convulsionó hacia atrás, arqueando el cuerpo tan bruscamente que por un momento temió caer de espaldas.
Su vello se erizó, y su piel se puso de gallina. Caminó unos pasos adelante, y escuchó con atención.
La corriente de aire que circulaba por el pasillo era lo único que había oído hasta ahora. Cerró los ojos para concentrarse y, de pronto, escuchó el sonido de algo golpeando el agua.
Se giró, preparándose para enfrentarse a cualquier persona, animal o cosa que se le hubiera acercado, pero allí no descubrió nada ni a nadie.
Lo que sí vio fue una gota escurrirse por entre unas piedras del techo. La gota fue acumulándose más y más en el borde de la grieta,  adquirió una forma alargada de lágrima y se escindió de la humedad del techo para chasquear sobre el charco del suelo.
Su boca se humedeció al instante, y su garganta clamó con ferocidad para que se acercara a la fuente improvisada.
Algo de agua no le haría mal, pensó Copán, así que se desprendió del zurrón de la comida, y sacó de dentro al explorador averiado. Ni siquiera lo recordaba ya. Extendió la piel del zurrón sobre el charco, empapándolo bien, y se sentó a su lado mientras las gotas caían a intervalos lentos.
Entonces prestó atención al explorador. Lo colocó sobre su regazo, y examinó de nuevo su estructura. Sabía bien cómo funcionaba y para qué servía cada parte, así que no le costó mucho hacerle unos arreglos con las partes inservibles. La estructura del material, con su superficie lisa y dura, se parecía mucho a la del exoesqueleto de los escarabajos y otros insectos, y su interior estaba formado a partes iguales por materiales duros y partes blandas y viscosas.
Sin saber cómo, Copán entendió que eran el producto de la conquista de otro planeta, y que al parecer habían resultado tan útiles que lo continuaron usando para las siguientes. Los que lo habían planeado eran sin duda demasiado inteligentes. Bastardos, pero inteligentes. Se sorprendió de que no pudiera encontrar información sobre ellos, pero supuso que los exploradores no necesitaban saber nada más que lo imprescindible, y que no era conveniente que determinada información cayera en manos de algún posible enemigo.
Sin embargo, él era ahora su enemigo.
Pensó todo esto mientras cambiaba a conciencia las partes internas de aquel explorador. Arrancó unos conductos de la izquierda, y los empalmó en el interior de lo que era su cerebro rudimentario con los restos medio destrozados de las patas.
El explorador sufrió una pequeña sacudida, y después se quedó quieto de nuevo.
Plap... plap... plap... Las gotas continuaban cayendo sobre el zurrón, cuando Copán se levantó con una expresión de triunfo, mirando al explorador como si se tratara de su propio hijo. Después cogió el zurrón, y lo levantó sobre él. Giró la cabeza hacia arriba, y lo exprimió. Las gotas frescas bajaron por entre sus manos, mojaron su cara cansada, sus labios agrietados por la sed, y se introdujeron rápidas y aliviadoras por su garganta reseca.
Apenas pudo mojar su boca, pero tuvo más que suficiente para despabilarse y recuperar fuerzas para seguir caminando.
Y sin embargo, se hizo un ovillo en el suelo y se durmió de nuevo.

-5-

Olaf vomitó sobre los matojos que crecían al pie del templo. Una capa translúcida con aspecto de saliva coagulada cubrió las zarzas y las malas hierbas de filos cortantes aserrados.
Necesitaba el silicio de aquellas plantas. Lo asumió enseguida, y esperó pacientemente a que las enzimas nanorrobóticas digirieran la maleza. Mientras tanto, levantó su nariz y aspiró estrepitosamente. Su sentido del olfato se había agudizado, y también había cambiado la forma de su nariz. Ahora parecía una flecha achatada que sobresaliera ligeramente de su labio superior. Era bastante fea, pero sin embargo cumplía a la perfección su cometido: Olió todo el rastro de los anfitriones y los efluvios que dejaban a su paso, y olió con desagrado su nauseabundo hedor putrefacto, que era el mismo que el de la sustancia que acababa de segregar sobre las plantas.
Se volvió hacia ellas para comprobar su estado, y contempló cómo una papilla amarillenta se formaba donde antes habían estado la maleza.
Volvió a levantar la cabeza, y continuó rastreando olores. Notó la sangre que manchaba la plaza, la apetitosa carne de los pocos que quedaban con vida, y... el rastro extraño que andaba buscando. El olor del rebelde. No estaba allí, pero podía notarlo. No se encontraba muy lejos. Al menos, seguía dentro del poblado.
Se agachó hacia el charco viscoso, y bajó su tronco delgado y alargado hasta que sus labios tocaron el suelo. Entonces succionó con fuerza, y se tragó el resultado de la digestión externa. Algunas de las hojas mal digeridas le cortaban las encías y la garganta, pero sus nanorrobots suturaban pronto las heridas.
Sintió frío mientras caminaba hacia la plaza. En su cabeza comenzaba a trazar una pequeña trampa. Prefería no tener que matar a su hermano. Pero al igual que la otra vez, no era por piedad. Le apetecía verle trabajar como al resto, con una morfología claramente inferior a su conformación de semidiós.
En la plaza, diez hombres desgarbados estaban a punto de morir de hambre, tumbados en el suelo unos junto a otros para tratar de darse calor. Olaf agarró al más próximo por el pelo, y lo arrastró con problemas a causa de su obesidad. Se dirigía a la entrada secreta de la pirámide. La caza estaba a punto de comenzar.

Dia 5

-1-

Notaba cómo las fuerzas le rehuían. La garganta seguía tan áspera como antes, y comprendió con rabia que sólo había ayudado a sus parásitos a conseguir material para seguir transformando su cuerpo en un monstruo. En lo sucesivo, no debería volver a beber o a comer, si quería evitar que los demonios ganaran terreno en su propio cuerpo. Ahora podía escuchar claramente alguna voz en su interior, que le recomendaba rendirse y le ofrecía una vida repleta de sensaciones placenteras a cambio de trabajar para ellos.
La propuesta le sonaba más y más sabrosa, pero sabía que eran ellos quienes hacían que le gustara cada vez más. Notaba cómo podían alterar su percepción de las cosas, pero no sus ideas ni sus resoluciones.
Se levantó de nuevo, y trató de ignorar el zumbido de avispas que habían anidado en su mente. Siguió adelante, caminando en dirección a la pirámide.  Estaba seguro de que si había algún pasadizo en todo el poblado, debía de estar allí.
Escuchó un repiqueteo en el suelo cerca de una encrucijada, y se detuvo en seco, pegando su cuerpo contra la pared.
Algo estúpido, lo sabía, porque estaba seguro de que se trataba de otro explorador, y podía localizar su presencia de más de cien modos distintos.
Copán pensó en la tarea de aquel explorador tan lejos de las construcciones. Era muy improbable que se hubiera extraviado. Lo menos disparatado que se le ocurría era que estuviera examinando la estructura subterránea en busca de materiales para la obra.
"O personas refugiadas, que al fin y al cabo, son lo mismo para ellos" pensó mientras posaba su mano izquierda sobre el explorador acoplado en su brazo derecho. Se centró en el pasillo y lo apuntó hacia la fuente del ruido.
El explorador apareció ante él, y Copán se preguntaría más tarde qué hubiera pasado si no hubiera detectado en él nanorrobots, o si su aspecto no le hubiera engañado.
Pero no fue así, y el explorador se quedó quieto ante él. Copán no necesitaba luces para saber que tenía su dardo activo y listo para ser disparado ante cualquier víctima eventual. Pero en su sistema, aquel hombre demacrado, adulterado genéticamente y con una carga de nanorrobots en sangre estaba excluido como amenaza.
Aunque también tenía entre sus datos la posibilidad de que fuera el rebelde que habían detectado, no era tarea suya el acabar con él. Eso atañía a otro.
Así que nunca llegó a disparar su dardo a Copán.
Por el contrario, Copán sí movió su mano sobre su explorador modificado, y un chorro de luz azulada surgió de la cabeza de éste, inundando la estancia como un hierro calentado al blanco vivo.
Copán, cegado por la luz, mantuvo su posición fija aguantando con firmeza los temblores que sufría el explorador al emitir esa terrible energía.
No tardó en oír un ruido parecido al de la grasa achicharrándose, y el pasillo quedó impregnado de un tufo mezcla de productos sintéticos y carne.
Después, estuvo un rato en silencio, sin moverse, parpadeando hasta recuperar la vista. A unos pasos de él, una mancha negruzca en el suelo y rastros de piezas esparcidas por todas partes le indicaban que el explorador había sido reducido a cenizas. El olor a quemado le mareó por un instante, y vomitó bilis contra la pared.
Al apoyarse, su boca se cerró con fuerza por el dolor, mordiéndose las encías con los pocos dientes que le quedaban. La mano donde tenía el explorador estaba ennegrecida, y su dedo anular y meñique apenas eran dos trozos de carbón. El olor a carne quemada era suyo.
Se llevó la mano al regazo, y aulló al arrancarse los dedos inertes de la mano. El medio se conservaba con dificultad, y habían aparecido ampollas rotas que desprendían un líquido purulento.
Cuando estaba introduciéndolo en su boca para amputárselo de un mordisco, recordó a los nanorrobots (o quizás fueran ellos quienes se recordaran), y pensó que si lograba conseguir comida, ellos reconstruirían su mano malherida.
De forma que pasó sobre las cenizas del otro explorador y lo maldijo en silencio, notando cómo sus cuerdas vocales habían desaparecido para siempre, y jamás volvería a oír su propia voz. Tampoco es que le quedara mucho de vida, pensó con extraordinaria frialdad. Faltaba poco para llegar.

-2-

A medida que avanzaba, una duda le surgía en la parte de mente que aún controlaba. ¿No sería ésta otra estratagema para hacerle comer? ¿Cómo sabía que si conseguía comer algo no iba a continuar convirtiéndose en un monstruo de carga?
No tenía respuesta a ello, y le resultaba descorazonador. Tampoco pensaba que le fuera tan fácil encontrar algo de comida en aquellos túneles. Estaban pensados para escapar, no para resistir asedios ni para almacenar comida. Como mucho, podía encontrar alguna vasija con maíz que probablemente estaría más que podrido.
De modo que, al encontrarse con aquél cadáver estirado en el suelo, su primera reacción fue de sorpresa. ¿Quién demonios era aquél hombre?
Le dio media vuelta para observarle el rostro, y reconoció a un anciano del pueblo, de la casta de la nobleza, o al menos lo era en los tiempos en los que Copán vivía aún en su ciudad.
No había rastro de mutación en él. Tampoco llevaba mucho tiempo muerto, así que no descartó que se hubiera perdido durante el asedio por parte de los mutantes. Era lo bastante mayor como para conocer muchos secretos sobre el poblado que él desconocía, pero algo fallaba. ¿Cómo había muerto? Si se había perdido, debería haber muerto por inanición, o suicidio. Pero su aspecto mostraba una muerte violenta, aunque no encontraba ninguna herida en su cuello, muñecas o vientre. Quizás el explorador que había destrozado poco antes hubiera dado con él y lo hubiera matado.
Imposible, pensó. Ellos no matan, ellos sólo transforman y trabajan.
Entonces le dio otra vez la vuelta, y observó su espalda. Ahí estaba, en la base del cráneo. Parecía una incisión profunda hecha con un estilete, y algo de masa encefálica resbalaba a través de ella.
Se relamió los labios. No lo hizo a conciencia, pero su cabeza se aproximó a la herida con la intención de succionar su cerebro a través del agujero.
Justo en el instante en el que sus labios tocaron la fría gelatina con restos de sangre, tomó de nuevo el control, y saltó hacia atrás.
-¡¡¡¡¡NO TE RESISTAS!!!!! –chilló alguien en su interior, con tal fuerza que se llevó las manos a los oídos para tratar de reducir el dolor.
Al abrir de nuevo sus ojos, el pasillo le daba vueltas. Se sentó junto al muerto, y agradeció que la voz aflojara el volumen. Sin embargo, continuaba instigando con un repetitivo "no te resistas, no te resistas, no te resistas".
Copán se llevó sus dedos a su labio, y tocó la gelatina que ahora lo impregnaba. Casi sin darse cuenta, lo lamió, y paladeó su sabor. No tenía un sabor especial, pero no le disgustaba.
¿Debería acercarse y comer? Después de todo, era una oportunidad única para obtener comida. Seguro que durante el resto de camino que le quedaba (aunque no era ya mucho), no volvería a encontrarse con algo así.
Sacudió la cabeza. ¿Pero qué estaba diciendo? Si comía de ese hombre, perdería la poca humanidad que todavía le quedaba. Notó cómo el control sobre sí mismo se le escapaba poco a poco de sus manos, como si se amodorrara e hiciera en sueños cosas que no quería hacer.
Levantó su puño por encima de su cabeza, y lo asestó contra su propio estómago con todas las fuerzas que pudo. Su vista se llenó de puntos luminosos, y se retorció por el suelo aullando.
Un acceso de tos llegó hasta su garganta, y con una arcada, vomitó una apestosa bilis en el suelo. Estaba mareado. Se había hecho mucho daño, y lo comprobó al escupir sobre el vómito. En su cerebro el rojo intenso de la saliva contrastaba de negro con el fondo blanco de su bilis amarilla.
"Si se aburren, que se distraigan con eso" pensó. Se levantó a pesar de sus náuseas y su mareo, y caminó un trecho más, hasta que se desplomó inconsciente.

-3-

No tuvo sueños de ningún tipo, y lo agradeció, pero antes de despertar le había parecido escuchar una sonrisa de alimaña. Se incorporó, con algo más de fuerzas físicas y mentales, aunque en general se sentía hecho una pena.
Al apoyarse del lado derecho contra la pared, escuchó el chasquido de su explorador. Lo había llevado tanto tiempo que ya no lo recordaba. Como último recurso podría asarse la cabeza y morir en paz, y eso lo tranquilizaba.
Caminó con pesadez durante un largo rato, pero algo le incomodaba. Se sentía observado y, aunque no ejerciera de centinela, el legado de sus antecesores seguía vivo en su sangre. Se llevó una mano al cinturón, pero había perdido su espada. Preparó el explorador y olfateó el ambiente: allí había alguien más, alguien que se esforzaba por pasar inadvertido. Y desde luego que lo hacía, pues por más que rebuscaba en la oscuridad un movimiento o una forma distinta a la pared con motivos esculpidos, no encontraba nada.
Lo que sí vio fue un aumento en la ornamentación. En algunos cruces podía observar estatuillas pequeñas, representando a dioses. Era una buena señal, se estaba acercando a su objetivo. Pero ¿qué quería hacer exactamente? No había pensado en cómo podría fastidiarles la vida a esos bastardos. Buscó en su interior qué perseguían los intrusos, cuál era el objetivo de esa misión. ¿Qué estaban construyendo en su pirámide?
Pero estaba demasiado cansado. Ahora ellos tenían más control sobre su mente que él mismo, y se negaban a proporcionarle información. "Tal vez si comes algo..." comenzó a decirle la más que repelente vocecilla en su interior, pero Copán la cortó. Fuera lo que fuera, buscaría la manera de sabotearles todo el trabajo.

"Vaya, me has decepcionado. Esperaba algo más de ti..."
"¿Qué?" pensó. ¿De dónde había salido aquélla voz?

Copán sabía bien que no la había oído en realidad. Nadie había hablado durante siglos en esos pasillos, y ese momento no era una excepción.

"Vendrás conmigo y te destrozaré delante de todo el pueblo, y entonces conocerán a su dios Olaf".

Copán reaccionó tarde. Su cabeza acusó un chillido tan agudo que perdió el equilibrio, y cayó de espaldas al suelo. Sus oídos dejaron escapar sendos hilillos de sangre. Sobre su cabeza, a poca distancia, una cara deforme le recordó a las esculturas de demonios del mundo infraterrenal.
Tenía los ojos profundos en sus cuencas, con su pupila rasgada en horizontal, y con una especie de dedo índice apuntando al cielo en el lugar donde debería tener la nariz. Su boca apenas era una cuchillada en su rostro, con una textura agrietada que le pareció tapizada de hojas secas. Después, la oscuridad.

-4-

Algo tiraba de él desde el tobillo, arrastrándole por la fría piedra. Sobre sus ojos, las vigas de madera y piedra sustentaban el techo del pasillo. Dobló la cabeza hacia sus pies, para descubrir el cuerpo de su enemigo. Se sorprendió al comprobar que su estatura apenas alcanzaba a la de un niño, con esas horribles piernas flexionadas hacia detrás, y con un aspecto tan frágil que parecía a punto de romperse en cualquier momento.
Sin embargo, no parecía estar haciendo ningún esfuerzo especial para arrastrarlo. Las uñas de sus pies se agarraban firmemente al suelo, dándole una tracción más que necesaria para tirar de él. Por un instante, supo que podría trepar por las paredes y por el techo como cualquier insecto, y ése era precisamente el aspecto que tenía: parecía un enorme grillo de cuerpo corto.
¿Sería verdad que lo habían convertido en un dios? Copán se dejó transportar, pues tampoco tenía fuerzas para oponerse. Justamente había sido expulsado de su pueblo por no creer en los dioses, así que no podía pensar que su propio hermano fuera uno de ellos. Lo estaban utilizando, seguro, igual que a los otros. Le daban lo que él necesitaba para atontarlo y mantenerlo a su servicio. Por eso era por lo que no habían podido –de momento- con Copán.
Entonces la luz le cegó. El aire frío le abofeteó, despejándole de sus ensoñaciones y pensamientos, y reanimando en parte su cuerpo.
En realidad no había tanta luz; estaba a punto de llegar el ocaso, pero el sol rojizo del atardecer era infinitamente más fuerte que la absoluta oscuridad en la que había pasado... ¿cuánto llevaba allí dentro? ¿Tres días? ¿Una semana? El tiempo se le antojaba infinito, y había perdido toda noción de él.
La desorientación causó mella en su mente, y las órdenes de las voces de su interior cobraron fuerza.
Tardó un tiempo en acostumbrarse a la luz natural, y entonces descubrió que se encontraba en la última grada de la pirámide. A sus pies, una gran masa de mutantes daba los últimos retoques a las placas que forraban parte del suelo a su alrededor.
Giró la cabeza con suavidad, mareándose pese a ello, pero encontró lo que buscaba: la gran esfera estaba detrás de él.
Entonces ocurrió algo que no esperaba; todos dejaron de trabajar a un mismo tiempo, y cada explorador comenzó a trepar por la pirámide, hasta llegar a su nivel. Pasaron a lo largo de su cuerpo tendido, y entraron a través de una pequeña rendija de su tamaño en el interior de la esfera.
Instantes después, se elevó a un palmo de altura. Algo la estaba levantando desde su base. Los exploradores se estaban encadenando para formar un cilindro del grosor de cinco hombres juntos, y la esfera sobresalía a medida que la estructura interior crecía.
Todos miraron la esfera mientras se abrían en ella algo parecido a pétalos; los triángulos doblados hacia arriba quedaron a poca distancia de la cabeza de Olaf, que no miraba la esfera. Le estaba mirando a él.
Copán se dio cuenta, y retrocedió de espaldas, gateando para alejarse de él. De las manos de Olaf surgieron dos uñas largas como cuchillos, con los afilados bordes destellando de rojo con los reflejos del sol.
Un chasquido a su espalda le hizo volverse. Fuera lo que fuera que tenía que hacerse dentro de la esfera, ya había concluido. La esfera subió todavía un poco más, y un zumbido llenó el ambiente.
Un latigazo cortó el aire, y el dolor lo devolvió a la realidad. Olaf miró la sangre resbalando por el filo de sus uñas, y se la llevó a la boca. Se cortó los labios al hacerlo, pero la herida no duró más que unos segundos. La piel de color verde oliva le crecía a una velocidad tremenda.
Copán se miró las piernas, y sus ojos se desorbitaron al ver su pierna sesgada a la altura del tobillo, y su pie sangrando cerca de ella. Ahogó un rugido de dolor, y se levantó con rabia hacia él, apoyándose en sus manos y en la pierna sana.
Justo cuando parecía que su cabeza iba a impactar en el torso de Olaf, éste desapareció. Copán perdió el equilibrio y cayó de bruces, resbalando por el suelo metálico.
Unas luces azuladas comenzaban a aparecer en la base de la pirámide, y subían lentamente por el centro de sus lados.
Copán se giró, y el espectáculo de aquella flor extraña emanando destellos rojizos se le antojó lo más bonito que había visto nunca. Pronto habría acabado todo.
Olaf cayó justo delante de él; había saltado cuando Copán arremetía tan torpemente contra su cuerpo. Ahora le tocaba a Olaf enseñarle a su hermano insensato quién era quién en la vida.
Las luces habían alcanzado ya la mitad de la pirámide, y continuaban ascendiendo. Copán advirtió cómo el poco pelo que le quedaba en el cuerpo comenzaba a erizarse. Aquella energía desconocida activaría algún extraño dispositivo al llegar a la esfera. ¿Qué era?
Cuando la garra de Olaf silbó por segunda vez, Copán no notó dolor alguno. Miró al suelo, y vio el resto de dedos de su mano derecha. Eso le hizo recordar el explorador. Olaf también estaba tan acostumbrado a verlo que no había reparado en él.
El resto sucedió muy deprisa; Copán alargó el brazo hacia el cuerpo de Olaf, y su mano izquierda se posó sobre el explorador. Olaf se dio cuenta a tiempo de qué pretendía Copán, y se dispuso a saltar para esquivar la descarga. Pero algo se lo impidió. A su espalda tenía la esfera, y si saltaba el impacto sería fatal para la estructura. Antes de darle tiempo a comprenderlo, su estómago se había evaporado, y su cuerpo se hizo un ovillo cuando los músculos dejaron de sostenerle.
Algunos de los mutantes emprendieron la escalada por la pirámide, pero los que no resbalaban, se calcinaban con las líneas de energía que subían por las paredes: No estaban preparados para eso.
La herida era demasiado grave para que los nanorrobots la curara, pero su brazo todavía ejecutó una pirueta, con el resultado de que el brazo izquierdo de Copán cayó sin vida al suelo. Éste gritó, y se apartó del alcance de Olaf. Ahora ya sabía dónde les dolía, y apuntó directamente al pilar que sustentaba la esfera. Sus propios nanorrobots pusieron todo su empeño en atacarle, física y psicológicamente, mediante convulsiones, descargas y pitidos en su cabeza, pero él ya no estaba allí. Copán no sentía el dolor, ni le importaban las convulsiones. De hecho, su corazón ya se había parado. Se dejó caer al suelo con su cuerpo sobre el explorador, y un haz de luz entre azul y violeta surgió por última vez de aquel extraño aparato.
Murió mientras las líneas energéticas alcanzaban la altura del pilar. No llegó a ver cómo la estructura se desintegraba por el exceso de energía, saltando en pedazos por los aires junto con las placas metálicas y los generadores.
Tampoco pudo contemplar al resto de mutantes descomponerse en vida, como parte del plan de autodestrucción si la misión no llegaba a término. Aunque sí supo por qué les llamaban exploradores y qué habían venido a hacer, así como para qué servía esa construcción.
Pero sólo lo comprendió por un instante, mientras se recreaba con la luz violeta de la energía mezclada con el sol también moribundo: los de allá arriba, los falsos dioses, jamás recibirían la señal de éxito. Entre las sombras que comenzaban a absorberle, le pareció ver la silueta de su esposa, y sonrió.
Poco después, las montañas asomaron oscuras como fantasmas al acecho detrás del cielo negro y despejado, vallando todo el perímetro hasta donde alcanzaba la vista...


yonamoe

Diox mío... es mucho, lo iré leyendo con tranquilidad, ok? Si quieres, pasate tú por lo mío, que está aquí en diseño. Thx!

Pogacha

Hay una palabra a la cual le falta el tilde  :P
Que mal ejemplo nos das!

Eco

Todos podemos tener un desliz, compañero Pogacha. Aparte, es "la" tilde.

Tu historia deja clara la ilusión que tienes, y eso es algo que nunca tienes que perder. En momentos durillos es lo único que te mantiene "on the road".

Las músicas son interesantes. He notado alguna cosilla que me suena rara en los compases del primer tema, pero puede ser porque tengo un día que se pinta bastante malo hoy.

[EX3]

Cita de: Eco en 16 de Septiembre de 2008, 11:03:29 AM
Todos podemos tener un desliz, compañero Pogacha. Aparte, es "la" tilde.
Eco, la coña de la tilde viene a que nuestro querido compañero Mars es en verdad el guardian y defensor de la RAE por estos foros :D no lo ha dicho por sacar punta ni defecto a la "biblia en pasta" que ha escrito ;)

Mars, me has superado en extension escrita de una idea/argumento de un juego, si no preguntale a Gorkin cuando le expuse lo que tenia entonces de mi juego via Msn durante mas de 3 horas xDDD

Idem, si puedo lo leere con calma a ratos :)

Salu2...
José Miguel Sánchez Fernández
.NET Developer | Game Programmer | Unity Developer

Blog | Game Portfolio | LinkedIn | Twitter | Itch.io | Gamejolt

Pogacha

1ro - En Argentina se "el tilde".
2do - Puede que tengan o que sobren tildes, yo ni idea.
3er - Han tenido todo un año para leer los documentos de Mars, es hora de que vallan terminando.

[EX3]

Cita de: Pogacha en 16 de Septiembre de 2008, 12:51:21 PM
3er - Han tenido todo un año para leer los documentos de Mars, es hora de que vallan terminando.
LOL! No me habia fijado en la fecha de publicacion del post! :o (esto me pasa por entrar a post con el aviso de "nuevo" sin mirar con detalle los mensajes anteriores xDDDDD)

Salu2...
José Miguel Sánchez Fernández
.NET Developer | Game Programmer | Unity Developer

Blog | Game Portfolio | LinkedIn | Twitter | Itch.io | Gamejolt

Eco

Es lo que tiene acabar de entrar... que ahora leo todo esto y respondo, pese a que haga tiempo que no escribíais. No obstante, gracias :P
Pero vamos, que se ven las ganas y la dedicación al tema de la gente. ¡Seguid así! Este mundillo es duro, muy duro.

fjfnaranjo

#9
CitarEco, de su alargada gabardina oscura, saca mostrando a la montaña su bastón negro con hojas engarzadas en plata. Levantándolo al aire convoca la energía de los antiguos, y del suelo resurge un decrépito Mars. La vieja calavera polvorienta intenta unas palabras. - Toma, Eco, estas son las tablas de la verdad, y del descubrimiento. Cuídalas bien y enséñaselas a tu pueblo, porque de ellas surgirán una historia épica en la cual se basará la propia existencia de nuestro mundo.

Eco, orgulloso del efecto satisfactorio de su conjuro, recoge las tablas y las muestra al mundo, a un mundo que ya hace tiempo, había olvidado la historia que lo hizo ser como es hoy...
fjfnaranjo.com - Creating entertainment - Creando entretenimiento
fjfnaranjo [4t] gm4il [d0t] c0m (mail y msn)

Mars Attacks

Juas, qué necrománticos. Claro que tendrá alguna falta de ortografía. Por proporción de carácteres, alguna cosa se me habrá pasado :)

Cuánto tiempo desde la paja mental esta. Nunca he vuelto a escribir nada tan largo :) De hecho, fue un ensayo para ver si conseguía escribir algo largo a partir de una simple idea parida en un aburrido viaje nocturno de autobús. Por eso igual me ha quedado bastante comercialoide (en cuanto a lugares comunes y tópicos varios).

Al menos, sé que alguna de las músicas del potencial juego han sido aprovechadas para proyectos varios :D

Eco

Siento decir que te equivocas... Si me hubieran dado unas tablas con la verdad, probablemente se me habrían caído al suelo. Ah... Las manos, que no siempre responden. :)

Bromas aparte, es bonito ver que se mantiene la ilusión por escribir, y por compartir con los demás.

Gracias por los textos.

fjfnaranjo, divertido texto :) E insisto... Las tablas no sé dónde andarán XD






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